GEOGRAFÍA - PAÍSES: Chile - 4ª parte

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Geografía

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Chile - 4ª parte


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Historia, siglo XX

a expansión económica de la segunda mitad del XIX había creado nuevos grupos sociales: proletariado, empleados del estado, de los servicios, de la banca y del comercio. En este mismo período se había producido un despegue demográfico debido a un considerable flujo migratorio. Cuando la crisis mundial que siguió a la Primera Guerra Mundial primó al mercado interior (potenciado por este crecimiento poblacional) sobre las exportaciones, se planteó la necesidad de ofrecer a las clases medias y trabajadoras mayor capacidad adquisitiva y de consumo, que naturalmente reclamaron junto a un mayor protagonismo político (en 1911 se fundó la Federación Obrera Chilena y en 1912 el Partido Socialista). Primero se intentó dar respuesta a esas reivindicaciones mediante un régimen populista, el de Arturo Alessandri, que promulgó una nueva constitución en 1925. Sin embargo, la recesión económica que siguió al crack del 29 radicalizó el descontento. A la problemática de estos primeros años del s. XX se la llamó en Chile «cuestión social»; de hecho, no fue más que la inadaptación del estado liberal a la industrialización y al crecimiento demográfico, agravada por el hundimiento de las exportaciones.

La la década de 1930 se asemejó mucho más a la europea que a la de sus vecinos; hubo una polarización entre los partidos constitucionales y las tendencias extremistas: revolucionaria (ensayada en 1932 mediante un golpe de estado de inspiración socialista) y fascista. Hasta 1958 se impuso una solución basada en el frentismo: se alternaron en el poder una coalición de partidos de centro-derecha (liberales, social-cristianos y conservadores), y otra de centro-izquierda o Frente Popular (radicales, social-demócratas, socialistas y, eventualmente, comunistas), arrinconando a los que querían romper el sistema.

La solución a la crisis de los años 20 y 30 se tradujo en unas nuevas relaciones entre el Estado y la economía, basadas en el dirigismo de aquél sobre ésta, es decir, todo lo contrario a las prácticas liberales del laissez faire. El objetivo era fomentar la industrialización, pero, dado que no se elevó el nivel de vida de la población rural por la oposición de los terratenientes, el mercado interno siguió siendo débil. Por otro lado, las inversiones públicas, a menudo gracias a emprestistas extranjeros, provocaron un proceso inflaccionista.

La coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, manteniendo ocupadas a las potencias económicas, permitió ir retrasando la ruptura definitiva; pero en los años 50 estallaron las nuevas características del capitalismo mundial, por las cuales los países productores de materias primas quedaban claramente en desventaja frente a los que estaban industrializados. En estos años ya no era posible ocultar que las distintas opciones políticas se vinculaban a distintas situaciones socioeconómicas, y el Estado no podía limitarse a ejercer de árbitro.

La Revolución cubana y el comienzo de la guerra fría volvían a plantear el enfrentamiento que se venía aplazando desde 1920. En este marco, la recién creada Democracia Cristiana, siguiendo la nueva doctrina de la Iglesia católica de intervenir en política, se ofreció como solución; dada su doble vertiente de rechazo a los cambios violentos y de labor en favor de los pobres y marginados, se presentó como alternativa capaz de ofrecer paz social con mayor justicia. Efectivamente, en las elecciones de 1964 salió elegido el candidato demócrata-cristiano Eduardo Frei. Su programa de gobierno planteaba constituir una clase dirigente formada por los sectores más modernos de las clases medias, arrinconando a las élites históricas. Para ello se requería transferir capitales desde la minería y la agricultura hacia la industria, compensando las carencias de la inversión privada con la pública (lo que aumentó de nuevo la deuda exterior); y era también necesario potenciar definitivamente el consumo interno (se legisló para ello una reforma agraria, pero no se aplicó). Asimismo, se aplicaron programas sociales (de alojamiento, sanidad y enseñanza) en un intento de elevar el nivel de vida de la población, a la vez que se intentó crear un mercado regional con la formación del Pacto Andino (junto a Bolivia y Perú). Sin embargo, como ya se ha dicho, el programa de la Democracia Cristiana tenía un alcance limitado por sus hipotecas originales y claudicaciones, y en 1970 las urnas dieron la mayoría a una nueva opción política: la Unidad Popular, reedición del Frente Popular, encabezada por Salvador Allende. Su precaria mayoría obligó al partido a buscar el entendimiento con la poderosa Democracia Cristiana; el pacto se selló en el Estatuto de Garantías Constitucionales, especie de compromiso por ambas partes de respetar las reglas del juego democrático.

En su discurso de investidura, Allende presentó un programa económico de tintes socialistas: debían nacionalizarse progresivamente los recursos y medios de producción (singularmente el cobre, que se expropió a los Estados Unidos sin indemnización), y eliminarse los monopolios y latifundios (se llevó a efecto la Reforma Agraria de 1967). Además, se favorecía la participación de los campesinos en la gestión de la agricultura, mediante los Consejos Campesinos regionales, y se pretendía una distribución más justa de la renta nacional. Pero el gobierno de Allende tenía un flanco débil: necesitaba una política militar que desactivara el protagonismo institucional de las fuerzas armadas. En Chile se hablaba desde la década de 1930 de «enclaves autoritarios» al margen de la democratización: las FAS, el Consejo de Estado y el Poder Judicial. El gobierno de la Unión Popular debía evidenciar autoridad frente a este estado de reserva, lo cual sólo era posible mediante el entendimiento con los demócrata-cristianos, para lo que hubiera debido renunciar a sus planteamientos más progresistas. 

Cuando el 11 de septiembre de 1973 los altos mandos de las FAS derrocaron al gobierno por el expeditivo método de un golpe de estado, la Democracia Cristiana se decantó por apoyar a los militares. El director del golpe, el general Augusto Pinochet, implantó una dictadura militar de extrema derecha para garantizar que la aplicación de una nueva política neoliberal, preconizada por el FMI, no tendría oposición en las clases desfavorecidas. Desde el mismo día del golpe se acató la Constitución de 1925, y hasta 1980 el régimen de Pinochet no sintió la necesidad de legitimarse aprobando una nueva. Para entonces, el dictador ya tenía confirmado su poder personal gracias a una represión brutal y a un plebiscito para decidir su continuidad. Asimismo, le reservaba al gobierno el derecho de ilegalizar los partidos políticos e imponía la autoridad de las leyes y tribunales militares sobre los asuntos civiles. La promulgación de esta Constitución significó una débil apertura del régimen pinochetista, en el sentido de que la represión se hizo más selectiva y menos arbitraria. También dio paso a una reorganización de la oposición que lanzó en 1983 una oleada de protestas y manifestaciones (las Jornadas Nacionales de Protesta), rápidamente reprimidas. La aparición del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que preconizaba y practicaba la lucha armada, impidió que la oposición se cohesionara.

A finales de 1984 un fortalecido Pinochet decretó el estado de sitio, en vigor hasta 1985 (hasta este momento, y desde el golpe, había estado vigente permanentemente el estado de excepción). La Iglesia católica encabezó un nuevo intento infructuoso de aglutinar a la oposición política en 1986 (firmó el Acuerdo Nacional para la Transición a la Democracia), pero algunos de los partidos de la oposición tenían un comportamiento dudoso, manteniendo estrechos vínculos con la Junta Militar (sectores de la Democracia Cristiana y la Unión Nacional de Andrés Allamand).

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